miércoles, 17 de mayo de 2023

Tokio Blues (fragmento II)

 -No puedo hablar bien -dijo Naoko-. Me pasa desde hace un tiempo. Cuando intento decir algo, sólo se me ocurren palabras que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y, si intento corregirlas, me lío aún más, y más equivocadas son las palabras, y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviera el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuviesen jugando al corre que te pillo. En medio hay una columna muy gruesa y van dando vueltas a su alrededor jugando al corre que te pillo. Siempre que una parte de mí encuentra la palabra adecuada, la otra parte no puede alcanzarla.



Conforme iba avanzando el invierno, los ojos de Naoko parecían ir ganando en transparencia. Una transparencia ausente. Pronto, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos como si buscara algo, y, cada vez que esto ocurría, me embargaba una extraña e insoportable sensación de soledad. 
Me pregunté si trataba de decirme algo. Quizás era incapaz de expresarlo con palabras. No, antes de traducirlo al lenguaje hablado, tendría que haberlo comprendido ella misma. Por eso no hallaba las palabras. En esas ocasiones, Naoko jugueteaba con el pasador del pelo, se secaba las comisuras de los labios y me clavaba su mirada ausente. De haber podido, hubiese deseado abrazarla, pero siempre me quedé con la duda y desistí. Temía herirla. Seguimos paseando por las calles de Tokio, y ella seguía buscando las palabras en el vacío. 


lunes, 6 de febrero de 2023

Tokio Blues (fragmento)

Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto.
El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. 

sábado, 26 de febrero de 2022

El cielo es azul, la tierra blanca (fragmento)

 - ¿Qué estoy haciendo aquí? - pregunté. El maestro abrió los ojos, sorprendido.
- ¿No te acuerdas? Empezaste a gritar pidiéndome que te llevara a mi casa.
- ¿En serio? - dije, y me dejé caer de nuevo en el suelo. Apreté la mejilla contra el tatami. Mi melena se esparció por el suelo, enredada. Contemplé las nubes que surcaban el cielo nocturno. En ese momento supe que no quería ir de viaje con Takashi Kojima. Tumbada en el suelo, con la mejilla apoyada en el tatami, evoqué la vaga incomodidad que sentía cada vez que estaba con él. Era una molestia casi imperceptible, pero que nunca se desvanecía del todo. 
-Tengo la marca del tatami en la cara- le dije al maestro desde el suelo.
-¿Dónde?- preguntó. Rodeó la mesita y se me acercó-. Es verdad. Está perfectamente marcado.
Me acarició suavemente la mejilla. Tenía los dedos fríos. Parecía más alto, quizá porque lo veía desde el suelo.
-Tienes las mejillas ardiendo, Tsukiko.
Siguió acariciándome. Las nubes pasaban rápidamente. Ocultaban la luna por completo y la descubrían un instante más tarde. 
-Es por el alcohol- le respondí. El maestro se tambaleó ligeramente. Él también parecía ebrio. 
- ¿Quiere que vayamos juntos de viaje, maestro? Propuse.
-¿Adónde quieres ir?
- A algún lugar donde podamos comer unas buenas truchas.
-Con las truchas de Satoru tengo más que suficiente- replicó él, y apartó la mano de mi cara.
-Pues vayamos a un balneario de montaña.
-No tenemos por qué ir tan lejos. Cerca de aquí hay balnearios que no están nada mal- protestó. Se sentó en el suelo sobre los talones, a mi lado. Ya no se tambaleaba. Estaba tan tieso como siempre.
-Quiero que vayamos juntos a algún lugar- insistí. Me incorporé y lo miré directamente a los ojos. 
-No iremos a ningún sitio- respondió él, aguantándome la mirada.
-¡Yo quiero ir de viaje con usted!
Por culpa del alcohol, no era consciente de todo lo que decía. En realidad sabía perfectamente de qué estaba hablando, pero mi cerebro sólo quería comprenderlo a medias.
-¿Adónde iríamos tú y yo solos, Tsukiko?
-Con usted iría al fin del mundo, maestro- grité.
El viento soplaba con más intensidad y las nubes cruzaban el cielo rápidamente. El ambiente estaba cargado de humedad. 
-Tranquilízate, Tsukiko- me advirtió el maestro.
-Estoy muy tranquila.
-Deberías volver a casa y descansar.
-No quiero volver a casa
-No seas cabezota.
-No soy cabezota, lo que pasa es que estoy enamorada de usted. 
Tan pronto lo hube dicho, me invadió una oleada de turbación.
Había metido la pata. Un adulto debe evitar palabras que puedan desconcertar a los demás y nunca debe decir nada de lo que pueda avergonzarse a la mañana siguiente.
Pero ya era tarde. Quizá se me había escapado por falta de madurez. Yo nunca sería tan adulta como Takashi Kojima.
-Estoy enamorada de usted - repetí, como si quisiera asegurarme la victoria. El maestro me miraba perplejo.
Un trueno retumbó cerca de allí, y el destello fugaz de un relámpago iluminó las nubes. Unos segundos más tarde se oyó otro trueno. 
-El cielo se ha vuelto loco porque tú te has vuelto loca, Tsukiko- musitó el maestro, asomándose al balcón. 
-No me he vuelto loca- protesté. Él rió amargamente.
-El temporal está a punto de empezar. 
Cerró la puerta corrediza, que se deslizó con un chirrido. Los relámpagos caían con con más frecuencia y los truenos retumbaban muy cerca de allí. 
-Tengo miedo, maestro- dije, y me acerqué a él. 
-No tengas miedo. Sólo es una tormenta con mucho aparato eléctrico-respondió con calma, mientras trataba de esquivarme. De rodillas, hice un nuevo intento de aproximación. Mi miedo a los truenos era auténtico.
-Diga lo que diga, yo estoy muerta de miedo- repetí, con los dientes fuertemente apretados. El estruendo de los truenos era cada vez más intenso. El fulgor de un relámpago iluminó el cielo, y justo después un fuerte chasquido resquebrajó el silencio nocturno. Había empezado a llover. La lluvia caía oblicuamente y repiqueteaba con fuerza contra los cristales del ventanal. 
-Tsukiko- Dijo el maestro, observándome. Yo me tapaba los oídos con las manos. Estaba sentada a su lado con el cuerpo tenso-. Veo que estás pasando miedo de verdad. 
Afirmé con la cabeza, sin despegar los labios. El maestro asintió con aire grave. Luego se echó a reír. 
-Eres una chica peculiar-observó intrigado-. Ven aquí. Te abrazaré. 
El maestro me atrajo hacia sí. Su aliento olía a alcohol y su pecho rezumaba el aroma dulzón del sake. Acomodó la parte superior de mi cuerpo en su regazo y me estrechó firmemente. 
-Maestro- susurré. Mi voz sonó tan débil como un suspiro.
-Tsukiko- respondió él. Pronunció mi nombre con claridad, como suelen hacerlo los profesores-. 
Las niñas no deben decir cosas raras. Y alguien como tú, qué teme a los truenos, no es más que una niña.
Soltó una sonora carcajada que se mezcló con el estruendo del temporal. 
-Pero yo le quiero de verdad, maestro- intenté defenderme, pero mi voz quedó sofocada por el ruido de la tormenta y las carcajadas del maestro. 
Los truenos eran cada vez más intensos. Estaba lloviendo a cántaros. El maestro reía. Yo permanecía en su regazo sin saber qué hacer. ¿Qué diría Takashi Kojima si se encontrara en mi situación?
Nada tenía sentido. Era absurdo que yo le hubiera dicho al maestro que estaba enamorada de él y que él estuviera tan tranquilo a pesar de que aún no me había dado una respuesta. Aquellos truenos repentinos también eran irreales, así como la asfixiante humedad que se había instalado en la salita desde que el maestro había cerrado la ventana. Todo parecía un sueño.
-¿Estoy soñando, maestro?- le pregunté.
-Sí, es probable. Podría ser un sueño- me respondió con aire divertido.
-¿Cuándo me despertaré?
-Quién sabe.
-Yo no quiero despertarme. 
-Pero si es un sueño, tarde o temprano te despertarás.
Los relámpagos centelleaban y los truenos retumbaban. Tenía los músculos de todo el cuerpo agarrotados. El maestro me acariciaba la espalda. 
-No quiero despertar- repetí 
-Yo tampoco- dijo él.
La lluvia repiqueteaba contra el techo. Yo estaba en el regazo del maestro, tensa. Él me acariciaba la espalda dulcemente.


(Hiromi Kawakami) 



sábado, 23 de octubre de 2021

El guerrero de Gor (fragmento)

 El sistema de las castas, si bien socialmente eficaz, despertaba en mí ciertos reparos personales. En mi opinión era demasiado rígido, particularmente con la elección de los gobernantes entre los miembros de las castas elevadas y al Doble Conocimiento. Pero todavía mucho peor era la institución de la esclavitud. Para el goreano, fuera del sistema de las castas, existían solo tres formas de vida: esclavo, proscrito y rey sacerdote. Un hombre que no quisiera ejercer su oficio o pretendiera cambiar de status sin el consentimiento del Consejo de las Castas Elevadas, se convertía automáticamente en un proscrito y era empalado. 

La muchacha que había visto el primer día en mi habitación había sido esclava, y el collar que rodeaba su cuello, que yo tomé por un adorno, era su marca de esclavitud. Una segunda marca, ésta con hierro candente, se hallaba oculta debajo de la ropa. Esta última la señalaba como esclava, mientras que el collar identificaba a su dueño. No había vuelto a ver a la joven y reflexionaba acerca de qué habría sido de ella. Pero no pregunté nada al respecto. Fue parte de las primeras enseñanzas que me impartieron en Gor: la preocupación por una esclava estaba fuera de lugar. Por lo tanto me contuve. Aprendí incidentalmente de un Escriba que los esclavos no pueden enseñar a los hombres libres, ya que esto podría originar una deuda, y nadie podía deberle nada a un esclavo. Decidí defenderme con todas mis fuerzas contra este sistema humillante. Hablé una vez con mi padre sobre el tema, y me dijo que en Gor existían cosas aún mucho peores que la esclavitud. 


Jonh Norman

domingo, 3 de octubre de 2021

»Tus celos no te engañan. Es cierto que me haces feliz y más sana y mil veces más viva. Sin embargo, yo no puedo impedir que esta felicidad se vuelva inmediatamente contra ti. También la piedra canta más fuerte cuando la sangre está tranquila y el cuerpo, descansado. Prefiero que me mantengas en esta jaula, sin alimentarme casi, si te atreves. Todo lo que me acerca a la enfermedad y la muerte me hace fiel. Y es únicamente en los momentos en que me haces sufrir cuando no corro peligro. No debiste aceptar ser un dios para mí, si los deberes de los dioses te dan miedo, y todo el mundo sabe que los dioses no son blandos. Ya me has visto llorar. Ahora tienes que tomarle el gusto a mis lágrimas. ¿Acaso mi cuello no está precioso cuando se hincha y tiembla a pesar mío con el grito que contengo? Es una gran verdad que debe cogerse un látigo cuando se viene a vernos. Y más de una necesitaría, incluso, el gato de nueve colas."

Pauline Réage

lunes, 26 de julio de 2021

Paula (Fragmento V)

 El hospital es un gigantesco edificio cruzado de corredores, donde nunca es de noche ni cambia la temperatura, el día se ha detenido en las lámparas y el verano en las estufas. Las rutinas se repiten con majadera precisión; es el reino del dolor, aquí se viene a sufrir, así lo comprendemos todos. Las miserias de la enfermedad nos igualan, no hay ricos ni pobres, al cruzar este umbral los privilegios se hacen humo y nos volvemos humildes. 

Mi amigo Ildemaro vino en el primer vuelo que consiguió en Caracas durante una interminable huelga de pilotos y se quedó conmigo una semana. Por más de diez años este hombre cultivado y suave ha sido para mí un hermano, mentor intelectual y compañero de ruta en los tiempos en que me consideraba desterrada. Al abrazarlo sentí una certeza absurda, se me ocurrió que su presencia te haría reaccionar, que al oír su voz despertarías. 

Hizo valer su condición de médico para interrogar a los especialistas, ver informes, exámenes y radiografías, te revisó de pies a cabeza con ese cuidado que lo distingue y con el cariño especial que siente por ti. Al salir me cogió de la mano y me llevó a caminar por los alrededores del hospital. Hacía mucho frío. 

- ¿Cómo ves a Paula?

- Muy mal...

- La porfiria es así. Me aseguran que se recuperará por completo.

- Te quiero demasiado para mentirte, Isabel.

- Dime lo que piensas entonces. ¿Crees que puede morir?

- Sí -replicó después de una larga pausa. 

- ¿Puede quedarse en coma por mucho tiempo?

- Espero que no, pero también esa es una posibilidad

- ¿Y si no despierta más, Ildemaro...?

Nos quedamos en silencio bajo la lluvia.

Trato de no caer en sentimentalismos, que tanto horror te producen, hija, pero deberás disculparme si de repente me quiebro.

¿Me estaré volviendo loca? No reconozco los días, no me interesan las noticias del mundo, las horas se arrastran penosamente en una espera eterna. El momento de verte es muy breve, pero el tiempo se me gasta aguardándolo. Dos veces al día se abre la puerta de Cuidados Intensivos y la enfermera de turno llama por el nombre del paciente. Cuando dice Paula entro temblando, no hay caso, no he podido habituarme a verte siempre dormida, al ronroneo del respirador, a las sondas y agujas, a tus pies vendados y tus brazos manchados de moretones. Mientras camino de prisa hacia tu cama por el corredor blanco que se estira interminable, pido ayuda a la Memé, la Granny, el Tata y tantos otros espíritus amigos, voy rogando que estés mejor, que no tengas fiebre ni el corazón agitado, que respires tranquila y tu presión sea normal. Saludos a las enfermeras y a don Manuel, que empeora día a día, ya apenas habla. Me inclino sobre ti y a veces aplasto algún cable y suena una alarma, te reviso de pies a cabeza, observo los números y líneas en las pantallas, los apuntes en el libro abierto sobre una mesa a los pies de la cama, tareas inútiles porque nada entiendo, pero mediante esas breves ceremonias de la desesperación vuelves a pertenecerme, como cuando eras un bebé y dependías por completo de mí. Pongo mis manos sobre tu cabeza y tu pecho y trato de transmitirte salud y energía; te visualizo dentro de una pirámide de cristal, aislada del mal en un espacio mágico donde puedes sanar. Te llamo por los sobrenombres que te he dado a lo largo de tu vida, y te digo mil veces que te quiero, Paula, te quiero, y lo repito una y otra vez hasta que alguien me toca el hombro y anuncia que la visita ha terminado, debo salir. Te doy un último beso y luego camino lentamente hacia la salida. Afuera espera mi madre. Le hago un gesto optimista con el pulgar hacia arriba y las dos ensayamos una sonrisa. A veces no la logramos. 

(Isabel Allende)