lunes, 26 de julio de 2021

Paula (Fragmento V)

 El hospital es un gigantesco edificio cruzado de corredores, donde nunca es de noche ni cambia la temperatura, el día se ha detenido en las lámparas y el verano en las estufas. Las rutinas se repiten con majadera precisión; es el reino del dolor, aquí se viene a sufrir, así lo comprendemos todos. Las miserias de la enfermedad nos igualan, no hay ricos ni pobres, al cruzar este umbral los privilegios se hacen humo y nos volvemos humildes. 

Mi amigo Ildemaro vino en el primer vuelo que consiguió en Caracas durante una interminable huelga de pilotos y se quedó conmigo una semana. Por más de diez años este hombre cultivado y suave ha sido para mí un hermano, mentor intelectual y compañero de ruta en los tiempos en que me consideraba desterrada. Al abrazarlo sentí una certeza absurda, se me ocurrió que su presencia te haría reaccionar, que al oír su voz despertarías. 

Hizo valer su condición de médico para interrogar a los especialistas, ver informes, exámenes y radiografías, te revisó de pies a cabeza con ese cuidado que lo distingue y con el cariño especial que siente por ti. Al salir me cogió de la mano y me llevó a caminar por los alrededores del hospital. Hacía mucho frío. 

- ¿Cómo ves a Paula?

- Muy mal...

- La porfiria es así. Me aseguran que se recuperará por completo.

- Te quiero demasiado para mentirte, Isabel.

- Dime lo que piensas entonces. ¿Crees que puede morir?

- Sí -replicó después de una larga pausa. 

- ¿Puede quedarse en coma por mucho tiempo?

- Espero que no, pero también esa es una posibilidad

- ¿Y si no despierta más, Ildemaro...?

Nos quedamos en silencio bajo la lluvia.

Trato de no caer en sentimentalismos, que tanto horror te producen, hija, pero deberás disculparme si de repente me quiebro.

¿Me estaré volviendo loca? No reconozco los días, no me interesan las noticias del mundo, las horas se arrastran penosamente en una espera eterna. El momento de verte es muy breve, pero el tiempo se me gasta aguardándolo. Dos veces al día se abre la puerta de Cuidados Intensivos y la enfermera de turno llama por el nombre del paciente. Cuando dice Paula entro temblando, no hay caso, no he podido habituarme a verte siempre dormida, al ronroneo del respirador, a las sondas y agujas, a tus pies vendados y tus brazos manchados de moretones. Mientras camino de prisa hacia tu cama por el corredor blanco que se estira interminable, pido ayuda a la Memé, la Granny, el Tata y tantos otros espíritus amigos, voy rogando que estés mejor, que no tengas fiebre ni el corazón agitado, que respires tranquila y tu presión sea normal. Saludos a las enfermeras y a don Manuel, que empeora día a día, ya apenas habla. Me inclino sobre ti y a veces aplasto algún cable y suena una alarma, te reviso de pies a cabeza, observo los números y líneas en las pantallas, los apuntes en el libro abierto sobre una mesa a los pies de la cama, tareas inútiles porque nada entiendo, pero mediante esas breves ceremonias de la desesperación vuelves a pertenecerme, como cuando eras un bebé y dependías por completo de mí. Pongo mis manos sobre tu cabeza y tu pecho y trato de transmitirte salud y energía; te visualizo dentro de una pirámide de cristal, aislada del mal en un espacio mágico donde puedes sanar. Te llamo por los sobrenombres que te he dado a lo largo de tu vida, y te digo mil veces que te quiero, Paula, te quiero, y lo repito una y otra vez hasta que alguien me toca el hombro y anuncia que la visita ha terminado, debo salir. Te doy un último beso y luego camino lentamente hacia la salida. Afuera espera mi madre. Le hago un gesto optimista con el pulgar hacia arriba y las dos ensayamos una sonrisa. A veces no la logramos. 

(Isabel Allende)

Paula (Fragmento IV)

 Mi abuelo no pudo aceptar la pérdida de su mujer. Creo que vivían en mundos irreconciliables y se amaron en encuentros fugaces con una ternura dolorosa y una pasión secreta. El Tata tenía la vitalidad de un hombre práctico, sano, deportista y emprendedor, ella era extranjera en esta tierra, una presencia etérea e inalcanzable. Su marido debió conformarse con vivir bajo el mismo techo, pero en diferente dimensión, sin poseerla jamás.

Sólo en algunas ocasiones solemnes, como al nacer los hijos que él recibió en sus manos, o cuando la sostuvo en sus brazos a la hora de la muerte, tuvo la sensación de que ella realmente existía.

Intentó mil veces aprehender ese espíritu liviano que pasaba ante sus ojos como un cometa dejando una perdurable estela de polvo astral, pero quedaba siempre con la impresión de que se le escapaba. Al final de sus días, cuando le faltaba poco para cumplir un siglo de vida y del enérgico patriarca sólo quedaba una sombra devorada por la soledad y la implacable corrosión de los años, abandonó la idea de ser su dueño absoluto, como pretendió en la juventud, y sólo entonces pudo abrazarla en términos de igualdad. La sombra de la Memé adquirió contornos precisos y se convirtió en una criatura tangible que lo acompañaba en la minuciosa reconstrucción de los recuerdos y en los achaques de la vejez. Cuando recién quedó viudo se sintió traicionado, la acusó de haberlo desamparado a mitad de camino, se vistió de luto cerrado como un cuervo, pintó de negro sus muebles y para no sufrir más trató de eliminar otros afectos de su existencia, pero nunca lo logró del todo, era un hombre derrotado por su corazón gentil. Ocupaba una pieza grande en el primer piso de la casa, donde sonaban cada hora las campanadas fúnebres de un reloj de torre. La puerta se mantenía cerrada y rara vez me atreví a golpear, pero por las mañanas pasaba a saludarlo antes de ir al colegio y a veces me autorizaba para revisar el cuarto en busca de un chocolate que escondía para mí. Nunca lo oí quejarse, era de una reciedumbre heroica, pero a menudo se le aguaban los ojos y cuando se creía solo hablaba con el recuerdo de su mujer. Con los años y las penas ya no pudo controlar el llanto, se limpiaba las lágrimas a manotazos, furioso por su propia debilidad, me estoy poniendo viejo, caramba, gruñía. Al quedar viudo abolió las flores, los dulces, la música y todo motivo de alegría; el silencio penetró en la casa y en su alma.

(Isabel Allende)