Cuando vienen de visita mis familiares y comemos aquí juntos, todos dejan la mitad del plato. Como tú. Y cuando ven que yo lo como todo, ¿sabes qué me dicen?
«Oh, Midori. ¡Qué suerte tienes de estar tan bien! Yo me siento tan conmovida que no puedo comer.» ¡Pero quien cuida al enfermo soy yo! No es broma. Los demás se limitan a venir de vez en cuando a compadecerse. Y yo soy quien le quita la mierda, y saca las flemas y le enjuga el cuerpo. Si la compasión bastara para limpiar la mierda, yo me compadecería cincuenta veces más que cualquiera de ellos. Sin embargo, cuando termino la comida todos me miran reprochándome: «¡Qué suerte tienes de estar tan bien!».
Quizá todos me toman por una burra de carga. Ya son mayorcitos, ¿no crees? ¿Por qué no entienden todavía de qué va el mundo? Hablar es muy fácil. Lo importante es limpiar la mierda o no hacerlo. Yo también me siento herida en ocasiones. Y también me quedo sin fuerzas. A mí también me entran ganas de ponerme a llorar. Imagínate. Pese a no tener ninguna esperanza de curación, los médicos le abren la cabeza y se la remueven, una y otra vez, y siempre empeora y va perdiendo poco a poco facultades, y yo soy testigo de ello y no puedo ayudarle en nada. ¡Esto no hay quien lo soporte! Además, ves cómo tus ahorros van fundiéndose. No sé si podré seguir yendo a la universidad los tres años y medio que me quedan, y mi hermana mayor, tal como están las cosas, no podrá casarse.
(Haruki Murakami)
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