Una de las cosas que más me impactó de este libro es conocer la historia de los indios, de cómo se les persiguió y arrebató todo hasta casi el exterminio, y darme cuenta de lo despreciable que llega a ser el ser humano
"Mientras comía conejo guisado en la casa de Makwa-ikwa, ésta le comunicó serenamente que los sauk deseaban que él les hiciera un favor.
En el transcurso del crudo invierno, habían conseguido varias pieles con sus trampas. Ahora tenían dos fardos de excelentes pieles de visón, de zorro, de castor y ratón almizclero. Querían canjear las pieles por semillas para sembrar su primer cultivo del verano.
Rob J. quedó sorprendido porque nunca había pensado en los indios como agricultores.
- Si nosotros lleváramos las pieles a un comerciante blanco, nos estafaría- comentó Makwa-ikwa.
Lo dijo sin rencor, como hubiera podido contarle cualquier otra cosa.
De modo que una mañana él y Alden Kimball partieron rumbo a Rock Island con dos caballos de carga en los que llevaban las pieles, y otro caballo sin ningún tipo de carga. Rob J. negoció con el tendero del lugar y a cambio de las pieles consiguió cinco sacos de maíz de siembra y tres sacos más: uno de semillas de judía, uno de semillas de calabaza, y otro de semillas de calabacín. Recibió además tres monedas de oro de veinte dólares de Estados Unidos para proporcionar a los sauk una pequeña reserva de emergencia, por si necesitaban comprar otras cosas a los blancos.
Alden estaba asombrado por la perspicacia de su patrón, convencido de que éste había planeado el complicado trato comercial en beneficio propio.
Esa noche se quedaron en Rock Island. En una taberna, Rob pidió dos vasos de cerveza ligera y escuchó los recuerdos jactanciosos de quienes en otros tiempos habían luchado contra los indios.
-Todo esto pertenecía a los sauk y a los fox -afirmó el tabernero de ojos legañosos-. Los sauk se llamaban a sí mismos osaukie, y los fox, mesquakie. Eran dueños de todo lo que hay entre el Mississippi al oeste, el lago Michigan al este, el Wisconsin al norte y el río Illinois al sur:
¡cincuenta millones de acres de la mejor tierra de cultivo! La población más grande era sauk-e-nuk, una ciudad corriente, con calles y una plaza. Allí vivían once mil sauk, cultivando dos mil quinientos acres entre el río Rock y el Mississippi. Bueno, no nos llevó mucho tiempo espantar a esos bastardos rojos y hacer producir esa maravillosa tierra.
Las historias que contaban eran anécdotas de peleas sangrientas contra Halcón Negro y sus guerreros, en las que los indios siempre eran malvados y los blancos siempre valientes y nobles. Eran historias contadas por veteranos de las Grandes Cruzadas, casi siempre mentiras evidentes, sueños de lo que podría haber sido si aquellos que las contaban hubiesen sido mejores hombres. Rob J. admitía que la mayoría de los hombres blancos no lograba ver lo que él veía cuando miraba a los indios. Los otros hablaban como si los sauk fueran animales salvajes que habían sido justamente acorralados hasta que huyeron, haciendo que el país resultara más seguro para los seres humanos.
Rob había estado buscando toda su vida la libertad espiritual que veía en los sauk. Era eso lo que perseguía cuando escribió aquella octavilla en Escocia, lo que había pensado que moría cuando colgaron a Andrew Gerould. Ahora lo había descubierto en un puñado de gentuza extranjera de piel roja. No se estaba dejando llevar por el romanticismo: reconocía la mugre del campamento sauk, el atraso de su cultura en un mundo que los había dejado de lado. Pero mientras bebía su cerveza, intentando fingir interés en las historias alcohólicas de destripamientos, cabelleras arrancadas, pillaje y rapiña, supo que Makwa-ikwa y sus sauk eran lo mejor que le había ocurrido en esas tierras"
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