sábado, 12 de enero de 2008
Fahrenheit 451
Cuando era niño, mi abuelo murió. Era escultor. También era un hombre muy bueno, tenía mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en nuestra ciudad; y construía juguetes para nosotros, y se dedicó a mil actividades durante su vida; siempre tenía las manos ocupadas.
Y cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía.
Lloraba porque nunca más volvería a hacerlas, nunca más volvería a labrar otro pedazo de madera y no nos ayudaría a criar pichones en el patio, ni tocaría el violín como él sabía hacerlo, ni nos contaría chistes.
Formaba parte de nosotros, y cuando murió, todas las actividades se interrumpieron, y nadie era capaz de hacerlas como él.
Era individualista. Era un hombre importante. Nunca me he sobrepuesto a su muerte.
A menudo pienso en las tallas maravillosas que nunca han cobrado forma a causa de su muerte. Cuántos chistes faltan al mundo, y cuántos pichones no han sido tocados por sus manos. Configuró el mundo, hizo cosas en su beneficio.
La noche en que falleció, el mundo sufrió una pérdida de diez millones de buenas acciones.
(Ray Bradbury)
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