"-Mi porvenir son los libros -le contesté-. No su estúpida película.
-Ay, por favor se lo pido, déjese de cancioncillas revolucionarias que ya nadie se cree. Los libros pertenecen al pasado, hombre de Dios.
-Huy, Roy, ¿cómo puede usted decir eso?
-Vamos, no se me ponga triste, mi querido Goldman. Dentro de veinte años la gente ya no leerá. Así son las cosas. Estarán muy ocupados haciendo el bobo con el móvil. ¿Sabe, Goldman? La edición ya ha pasado a la historia. Los hijos de sus hijos mirarán los libros con la misma curiosidad con que nosotros miramos los jeroglíficos de los faraones. Le dirán «Abuelo, ¿para qué servían los libros?», y usted contestará: «Para soñar. O para talar árboles, ya no me acuerdo». Y entonces ya será demasiado tarde para despertarse: la estulticia de la humanidad habrá alcanzado el nivel crítico y nos mataremos entre nosotros por culpa de la estupidez congénita (lo que, de hecho, ya está pasando más o menos).
El porvenir ya no está en los libros, Goldman.
-¿Ah, no? ¿Y dónde se encuentra ese porvenir suyo, Roy?
-¡En el cine, Goldman, en el cine!
-¿En el cine?
-¡El cine, Goldman, ese es el porvenir! ¡Ahora la gente quiere imágenes! ¡La gente ya no quiere pensar, quiere que la guíen! Está esclavizada de la mañana a la noche y cuando vuelve a casa, se siente perdida: su amo y patrono, esa mano bienhechora que la alimenta, no está ahí para pegarle y conducirla. Afortunadamente, está la televisión. El hombre la enciende, se prosterna y le entrega su destino. ¿Qué debo comer, amo?, le pregunta a la televisión. ¡Lasaña congelada!, le ordena la publicidad. Y se va de cabeza a meter en el microondas el comistrajo ese. Luego vuelve a hincarse de rodillas y pregunta de nuevo: Amo, ¿y qué debo beber? ¡Coca-cola hiperazucarada! le grita la televisión, irritada. Y venga a dar órdenes: ¡Sigue zampando, cerdo, sigue zampando! Que las carnes se te pongan sebosas y fláccidas. Y el hombre obedece. Y el hombre se empapuza. Luego, pasada la hora de comer, la tele se enfada y cambia de anuncios: ¡Estás gordísimo, eres feísimo! ¡Corre a hacer gimnasia! ¡Ponte guapo! ¡Y usted de compra unos electrodos que le esculpen el cuerpo, unas cremas que le inflan los músculos mientras duerme, unas pastillas mágicas que hacen por usted toda esa gimnasia que usted ya no hace porque está digiriendo pizza! Así funciona el ciclo de la vida, Goldman. El hombre es débil. Por instinto gregario, le gusta apiñarse en unas salas oscuras que se llaman cines. Y ¡bum! Lo bombardean con anuncios, palomitas, música, revistas gratuitas y, justo antes de la película, tráilers que le dice: «¡Pazguato, te has equivocado de película, vete a ver esta otra, que es mucho mejor!». ¡Si, pero resulta que usted ya ha pagado la entrada, está atrapado! Así que tendrá que volver para ver esa otra película, y también pondrán antes un tráiler que le recordará que no es más que un pobre pardillo, y usted, desgraciado y deprimido, se irá a engullir refrescos y helados de chocolate carísimos durante el descanso para olvidarse de su mísera existencia. Puede que ya solo quede usted, y también un puñado de resistentes, amontonados en la última librería del país, pero no podrán luchar indefinidamente: la horda de zombis y esclavos acabará ganando".
(Jöel Dicker)
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