Querida Anita:
Ayer recogí de la acera un pajarito pardo caído de su nido -bocaza de payaso y unas alitas gordezuelas, como pequeñas aletas-. Mientras los acunaba en el hueco de la mano, no pude menos que pensar en la inconsciente crueldad de la naturaleza y lo difícil que les resulta sobrevivir a quienes se ven prematuramente expulsados del nido, que han de luchar contra las congojas de la soledad y, al mismo tiempo, procurarse el alimento. Como aquel pajarito, me sentí en ese momento desamparado y desnudo frente al mundo, cuya falta de criterio en el reparto de la fortuna resulta muy difícil de entender. Y luego -así funciona el pensamiento, incontrolable, pero relacionado- hube de pensar en ti y en nuestros dos días en Rochester. (¿Fueron sólo dos? Fue una eternidad, fue un instante, o ambos a la vez. Lo expresé en un poema: "cómo nos contorsionan las artimañas del tiempo", o quizá "las agarradas del tiempo". No recuerdo bien.) Con la mente ocupada en tales pensamientos, volví rápidamente a casa y me puse a escribirte.
Sentado ante mi mesa de trabajo, miro por la ventana el lugar que antaño ocupaba -y ya no ocupa- un olmo poderoso. Fue, como suele decirse, ayer por la mañana. Como nos pasó a nosotros, como ocurrió con nuestra relación, lo cortaron a la altura de las rodillas.
Me quedo mirando, pensativo, y dejo que vaya desenrollándose la bobina del tiempo, mientras revivo en la memoria, fotograma a fotograma, nuestros dos días de pasión en aquel arrugado nido de sábanas y almohadas húmedas. Dos días de fábula... ¿Y luego? Y luego yo regresé a lo mío, y tú a lo tuyo. Pero ¿por qué?.
Me gustaría saber, Anita, si tú también te haces esa pregunta alguna vez. ¿Fue sencillamente que nos sentíamos obligados por una promesa que imprudentemente habíamos hecho a otras personas? Eso quisimos creer, ya lo sé. Recuerdo que en el aeropuerto, aquel domingo por la tarde, mientras esperábamos la salida de nuestros aviones separados, hablamos de la "pobre Jolie" y del "pobre Rick". Teníamos la sensación de estarnos sacrificando, nos sentíamos nobles, nos dábamos pena. Luego, nuestros labios se tocaron por última vez, sólo un momento, sin arte, porque estábamos en el paso hacia la sala de embarque y la gente nos sacudía y nos empujaba. Una vez en la pista, sólo volví la mirada una vez. Vi una hilera de rostros que observaban desde la terminal, narices y labios grotescamente aplastados contra el cristal. ¿Cuál era el tuyo? No pude identificarlo, de manera que me puse a lanzar besos a todos ellos, uno detrás del otro.
Qué distinto parece todo, ahora, pasado el tiempo. No aprecio mucha nobleza, y sí un montón de cobardías. Nos apartamos de un torrente que -si a él hubiéramos incorporado nuestra pequeña barca- nos habría llevado quién sabe adónde... A un remolino, quizá, ¡pero también, quizá, a una isla pequeña con un cocotero en medio! Fue al contrario: ¡elegimos seguir chapoteando en nuestros tranquilos estanques hogareños, aun sabiendo, en el fondo de nuestros corazones, que aquellos estanques se estaban convirtiendo rápidamente en fétidas charcas! No tardaría yo en descubrirlo, de un modo crudelísimo, y ahora acabo de enterarme, por Stephanie M., de que a ti no te ha ido mejor. Nosotros los tuvimos en cuenta a ellos, pero ¿nos tuvieron ellos alguna vez en cuenta, a nosotros? Por si te sirve de consuelo, te diré que Rick siempre me pareció un perfecto gilipollas, como se lo parece a todo el que lo conoce.
Anita: ha pasado tanta agua bajo tantos puentes...
Me temo que la felicidad ya no esté a nuestro alcance.
Ocho turbulentos años, y la imagen que de ti tengo en la mente sigue tan frente como recién acuñada. Te estoy viendo. Viéndote estoy ahora, tal como eras en nuestra última noche juntos, sentada al borde de la cama en aquel sórdido hotel en las afueras de Rochester, hecho de hormigón. Por la ventana entra la luz de un letrero fluorescente, haciendo que la habitación oscile entre el amarillo estridente y el verde no menos estridente. Estás con la cabeza agachada, el pecho desnudo, el pelo húmedo tapándote la cara, y a la luz tornadiza intentas leer un menú grande que tienes en el regazo. Ahora la cámara se aleja y yo entro en cuadro. Estoy apoyado en un aparador, con los codos en un montón de cajas de pizza vacías. Sólo llevo puestos los pantalones, unos J.C.Penney de color marengo, sin camisa ni calcetines. Sobre la moqueta, a mis pies, hay ropa dispersa y latas de cerveza Budweiser: es, como suele decirse, el fin de una historia de amor. Tratamos de elegir entre albóndigas y pepperoni. No te das cuenta, por el cabello que te tapa los ojos, pero te estoy mirando fijamente, como para grabar tu imagen en la memoria, mientras tú parloteas de guarniciones. Lo logré con creces, al parecer, porque ahí sigue tu imagen, indeleble y dolorosa: emergiendo de la oscuridad de tu bronceado veraniego, los pechos se te vuelven rojos, se te vuelven verdes, como semáforos pestañeando en la oscura noche de la memoria.
¿Es de veras demasiado tarde, Anita? Soy consciente de que puedes haber encontrado la felicidad en alguna otra relación -de ti sólo me llegan noticias tardías y añejas-, o quizás estés inmersa en tu trabajo y demasiado ocupada como para acordarte ni por un segundo de una pasión antigua, si eso es lo que soy. Haz pedazos, pues, esta carta, arrójala a la papelera, con los clínex y los envoltorios de caramelos. O no. Presta oídos a tu corazón. Yo tenía que escribirte. Me dije que nunca es un error agarrarse al último madero y seguir nadando. Ocurra lo que ocurra, sea cual sea la orilla a que me vea finalmente arrojado, me alegraré de haberte escrito. Es como si el pajarito que acuné en mis manos hubiera desplegado sus pequeñas alas y hubiera echado a volar, a pesar de estar muerto.
Afectuosamente,
Andrew
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