viernes, 31 de agosto de 2007

31 de agosto

De la última época de su estancia aquí recuerdo una expresión en ese sentido, que ni siquiera llegó a pronunciar, pues consistió simplemente en una mirada. Había por entonces anunciado una conferencia en el salón de fiestas un célebre filósofo de la Historia y crítico cultural, un hombre de fama europea, y yo había logrado convencer al lobo estepario, que en un principio no tenía gana ninguna, de que fuera a la conferencia. Fuimos juntos y estuvimos sentados uno al lado del otro. Cuando el orador subió a la tribuna y empezó su discurso, defraudó, por la manera presumida y frívola de su aspecto, a más de cuatro oyentes, que se lo habían figurado como una especie de profeta.
Cuando empezó a hablar, diciendo al auditorio algunas lisonjas y agradeciéndole que hubiese acudido en tan gran número, entonces me echó el lobo estepario una mirada instantánea, una mirada de crítica de aquellas palabras y de toda la persona del orador, ¡oh, una mirada inolvidable y terrible, sobre cuya significación podría escribirse un libro entero! La mirada no sólo criticaba a aquel orador y pulverizaba al hombre célebre con su irresistible ironía; eso era en ella lo de menos.
La mirada era mucho más triste que irónica, era insondable y amargamente triste; su contenido era una desesperanza callada, en cierto modo irremediable y definitiva, y en cierto modo también convertida ya en forma y en hábito. COn su desolado resplandor iluminaba no sólo la persona del envanecido conferenciante y ridiculizaba y ponía en evidencia la situación del momento, la expectativa y la disposición del público y el título un tanto pretencioso del discurso anunciado - no, la mirada del lobo estepario atravesaba penetrante todo el mundo de nuestro tiempo, toda la fiebre de actividad y el afán de arribismo, la vanidad entera y todo el juego superficial de un espiritualismo fementido y sin fondo-. ¡Ay!, y por desgracia la mirada profundizaba aún más; llegaba no sólo a los defectos y a las desesperanzas de nuestro tiempo, de nuestra espiritualidad y de nuestra cultura: llegaba hasta el corazón de toda la Humanidad, expresaba elocuentemente en un solo segundo la duda entera de un pensador, de un sabio quizá, en la dignindad y en el sentido general de la vida humana.
Aquella mirada decía: "¡Mira, estos monos somos nosotros! ¡Mira, así es el hombre!"Y toda celebridad, toda discreción, todas las conquistas del espíritu, todos los avances hacia lo grande, lo sublime y lo eterno dentro de lo humano, se vinieron a tierra y eran un juego de monos...

jueves, 30 de agosto de 2007

¿Voy a morir?

¿Voy a morir? pregunté con la voz entrecortada. Nadie se atrevió a contestarme. El horario de visita terminó junto a los trámites de mi internación. los médicos me dejaron en este pabellón desconocido y blanco. Junto a un par de pantunflas, en la mesa, han dejado un espejo por si quería arreglar mi maquillaje y mi pelo en la mañana, pero no pude esperar, lo saqué y enfrenté mi desmedida palidez.

Hasta hace un tiempo atrás, cuando el equilibrio entre mis glóbulos aún era dominable, pensaba que lo que distinguía un día de otro era la actitud de la gente, hoy ya ni siquiera eso los separa, todas las actitudes acercan una despedida, todos los días se parecen a la muerte y es injusto que este día no termine.

Recuerdo el tiempo en que la muerte me era ajena, sostenía que lo más cercano que tenía un hombre era su eternidad y su muerte y decía que el holocausto me encontrarpia dormida o que tirarían la bomba mientras hacíamos el amor. Era el tiempo en que yo escuchaba que los niños, los locos y los borrachos decían la verdad, y yo que estaba niña, que estaba loca y borracha confiaba en mi palabra. Luego la enfermedad me prohibió la borrachera, me acorraló la niñez y me arrancó de la locura. Y ahora, después de haber renunciado a los tres atributos fundamentales de la verdad; este espejo me denuncia solitaria, con un par de vecinos moribundos.

Una voz, una de las más audaces me ha dicho que todos vamos a morir, automáticamente convertí y desdoblé mi pregunta en ¿Cuándo voy a morir? y ¿Cómo voy a morir?. No soporté pensar nuevas respuestas y quise exiliarme del planeta, aparentemente no hubo asteroide o dios capaz de sostenerme y a fuerza de transfusiones y lavajes me deportaron nuevamente a esta realidad leucémica. Cuando desperté sentí una mano que acariciaba con algo de ternura mi cabeza, repetitiva volví a preguntarle dónde estaba cuando yo empezaba a ponerle nombre a las cosas buscando un aerolito para su nombre. Él me contestó que muy lejos, pero que de todas formas ningún lugar hubiese sido lo suficientemente cerca. Él apretó con fuerza mi cabeza. Quise decirle que no quería morir sola, que lo había intentado pero que nuevamente había fracasado, terminé pidiéndole flores negras para un entierro negro. Él dijo que jamás, que las flores serían blancas, como las de la novia, que aún sabiéndose superfluas simulaban. Le pedí el espejo y morir de sobredosis. Comenzó a reírse y me miró haciendo gestos de que no, dijo que en este tiempo morir de sobredosis significaba tener demasiado filo. Le pedí entonces un poco de alcohol, dijo que estaba contraindicado con mi medicación, le grité que en este mundo todo se aparecía como contraindicado, que las indicaciones siempre marcaban hacia la derecha, y que la vida iba a contramano como un tranvía en pleno espacio sideral. Él me besó la frente y yo, como con un ataque de adolescencia, prometí no lavarma la cara nunca más.

Alejandra Kurchan